miércoles, 3 de junio de 2015

Relato hiperbreve




Hoy toca contarles la historia de una nube viajera, viciosa y pendenciera; y de su letal romance con un pino. El relato nació para participar en un concurso que organizaba el Cabildo de la Gomera en conmemoración del "Día del libro". Instaban a que todos los relatos empezaran igual: "Había una vez una nube gandula, cogía agua y siempre…" . Resultó que la nube, sin saberlo, conocía sitios que de una manera u otra tuvieron mucho significado para "los tres nómadas" durante su periplo. La sorpresa llegó cuando la historia resultó ganadora del concurso. Que sirva esa entrada para hacerle un hueco a nuestra amiga viajera en el blog y de paso, rendirle homenaje a los protagonistas: Un pino canario y su nube.

   "Había una vez una nube gandula, cogía agua y siempre… ¡qué digo siempre! nunca dejó de soltarla cuando se le antojó. Su incontinencia era fingida y toda ruindad, se aflojaba en cualquier esquina y sin excusas. Cuajada de todos los vicios de los que la pereza es madre, se plantaba a mamar sulfuros sin hacer ascos a si procedían de una fábrica en Bamako, de un volcán en la Araucanía o de una granja de cerdos en Wyoming. Ciega y amarilla  pasaba su viajera existencia dejándose llevar por el viento sin rumbo ni fin. No digo triste porque no creo que las nubes vengan con esas; pero sí era impasible, desconsiderada y tóxica.

La existencia de él era diametralmente opuesta. Vivía estático, malhumorado y solitario. A duras penas se aferraba a una ladera de estabilidad imposible orientada al sur y al socaire del fresco alisio atlántico. Su porte no era majestuoso. Ya no recordaba cuándo aquel fortísimo viento del este, seco y repentino, partió su copa. Desde entonces su cuerpo lucía una profunda grieta que discurría de arriba a abajo amenazando su integridad. Jodido, casi abatido, se cagaba en el malpaís que le vio nacer. Cien años de seca penuria apenas le permitían cada puñetero abril desplegar unos cuantos brotes de hojitas verdes y alargadas que más que hojas, parecían espinas.

No se conocían. El mundo era demasiado grande. Pero ahí estaban, separados por apenas quinientos metros. Era cuestión de minutos. El viento era favorable y él acabaría atrapándola. Sus raras hojas ordeñarían esa nube; amarilla pero nube. El abrazo finalmente llegó y con él la transferencia de su letal contenido. Él quiso apartarla estirando una rama y del inútil esfuerzo, la grieta venció. La mitad de su cuerpo se precipitó por la imposible ladera al frente de un río de guijarros que como plañideras, acompañaron al enfermo con un último llanto. Por fin, silencio… y un intenso olor a resina envolvió el lugar.  

Era la gota que faltaba, y con ella la vida se derramó. Ahí mismo murió. Ahí mismo se pudrió su austera existencia y al tiempo, ahí mismo creció una tabaiba tan robusta como un pino canario pero más rara que la madre que la parió. Sus flores no eran rojas; eran amarillas, como las escorias de aquella mina de azufre en el desierto de Atacama; tóxicas, como el agua de aquella charca en las afueras de Hanoi; y ácidas, como el agua de aquel lejano lago Patagónico; pero en conjunto desprendía un sutil halo de exótica hermosura, algo que en la ladera imposible nunca antes se dio"