viernes, 31 de octubre de 2014

Islas Galápagos, donde la vida se reinventa




Viajábamos hacia el nuevo mundo y sin ser realmente conscientes, nos adentrábamos en un viaje de alto contenido histórico. Conoceríamos culturas indígenas precolombinas descendientes de aquellos asiáticos que hace 14.000 años cruzaron el estrecho de Bering. Probaríamos sus comidas y seríamos testigos de sus tradiciones, rasgos. Viajando a Sudamérica se rememora  la época de las conquistas hispánicas,los ultrajes, el expolio, e irremediablemente aflora la vergüenza. Si algo ayuda a digerir el oscuro papel del hombre blanco es la dedicación de otro grupo de hombres que sí que aportó. No viajaron para invadir ni usurpar tesoros: les movía el único afán de conocer. Fueron genios de la época que llegaron a los más remotos lugares formando parte de las grandes expediciones científicas que abundaron en esos tiempos. 

En Galápagos aún se siente lo que posiblemente inspiró a personajes como Darwin o Humboldt. Esta porción de mundo siguió un particular curso natural, lento pero inmutable, donde la adaptación o su ausencia marcó la existencia, como en un receptáculo de aprendizaje por ensayo y error que acababa moldeando la vida, como si hubiera sido diseñado para la vista atenta de aquellos que supieron observar y aclarar las leyes naturales que cambiaron la percepción del origen de la vida, su desarrollo y su evolución.




En Galápagos uno se siente discípulo, observa y se atreve a discernir sobre la forma de los picos de los pinzones, o en qué se diferencian las negras iguanas marinas con aquellas verdes que se ven en los parques de Guayaquil. Uno se pregunta cuándo se diferenciaron, si se dispersaron una vez diferenciadas o por el contrario hubo diferenciaciones simultáneas y lejanas que llevaron a lo mismo; como el agua, que allá donde quiera que esté, si hay frío, siempre acaba sólida y cristalina. Uno se pregunta cómo una pequeña tortuga continental que viajó a la deriva en un tronco pudo convertirse en un monstruo de cuatrocientos kilos, y cómo un híbrido acaba siendo raza o se extingue para siempre. De ahí se elucubra fácilmente en qué será del ser humano, ahora que ya manipula el código que hace que un pelo se convierta en pluma, o que un virus en vez de enfermar reconstruya un tejido.    

El archipiélago de Galápagos es símbolo de biodiversidad. La abundante comida es la clave. Las islas se sitúan en un punto de encuentro de corrientes oceánicas superficiales y profundas. Unas calientes que viene del continente y otras frías procedentes del sur. La de Cromwell procede del oeste y es quizá la de mayor importancia. Profunda, fría, y muy rica en nutrientes, crea zonas de afloramiento locales que abastecen la base de la cadena alimenticia. 

La mejor manera de conocer Galápagos es navegar al menos durante una semana sus aguas. Son muchos los barcos que operan bajo un estricto programa de navegación diseñado y supervisado por la oficina técnica del Parque Nacional. En pequeños grupos se recala en islas, bahías y ensenadas alternadamente para minimizar el impacto sobre los animales. Un cuerpo muy instruido de guías controla, explica y educa a los visitantes para permitir la comprensión del equilibrio medio ambiental de las islas y por ende, su conservación.


La Ruta. Surcamos durante 8 días las aguas más vivas del planeta.

La gama de temperaturas del agua es sorprendente. Se puede pasar de bucear “a pelo” alegremente en las calas de Puerto Ayora, o helarse en la costa occidental de Isabela aún usando trajes de neopreno. En cualquier caso, el denominador común es la presencia de una vida animal muy variada, sorprendentemente abundante. 




Tortugas, iguanas, pingüinos, leones marinos, cormoranes y peces nadan confiados cerca de los humanos. Años de respeto les anima a hacerlo, observan pero luego te ignoran. La excepción la marcan las crías de los leones marinos que son muy juguetonas  y buscan la cercanía. En la pequeña isla de Genovesa, literalmente hay que cuidar en no pisar a los cientos de pollos de Piqueros de patas azules, gaviotas de cola bifurcada o fragatas que anidan cerca de los senderos o sobre los arbustos. En punta Mosquera, al noreste de la isla de Fernandina son miles las iguanas que se calientan al sol, unas encimas de otras sobre la reciente lava negra, mientras en los charcos de la orilla decenas de crías de leones marinos  aprenden a nadar o duermen. 

En Galápagos los animales no nos temen y conviven en armonía con el hombre. Visitar las islas es algo que debería recetarse, como un remedio médico para el alma, para recuperar la inocencia, para volver a ser niños y creernos por fin que ya no somos, ni seremos nunca más los seres humanos malos. 


Oswald  & friend



Opuntia arborescente

Hola, me llamo Oswald.... ¿quieres jugar?


Lunes al sol

Robinsones canarios

Cerca de playa Garrapatero. Isla de Santa Cruz

Fragatas a lo Hitchcok

El manglar atrapa


Piquero de patas rojas en la pequeña Isla de Genovesa

Isla Bartolomé y Sullivan Bay

Diseñado para pescar

Puesto de control


Atrapados en lavas cordadas. Urbina Bay

Islote cerca de Elizabeth Bay

Hot spot

Caminata. De Puerto Ayora a  Bahia tortuga

Piquero de patas azules

¿Nadamos?

Al acecho...

Punto de reunión. Había miles de Iguanas marinas

Punta Espinosa. Fernandina

Leones marinos descansando en la playa en la isla de Santa Fé

Isla de la Rábida

¿Piedra o crustáceo?

Cormorán sin alas anidadndo en Punta Espinosa. Isla de Fernandina

Sullivan Bay. Desde aquí el biólogo del HMS "Surprise" avistaba a la Fragata
 de guerra francesa "Acherón" en la pelicula Master and Commander 

Despegue

mamás x 2

domingo, 12 de octubre de 2014

A vela por las Cyclades


La pequeña playa en la isla de Kythnos estaba desierta. A lo lejos alcanzábamos a ver nuestro velero fondeado, apenas corría brisa y los barcos borneaban alrededor de sus anclas sin orden en la bahía de Kolona. Era la primera vez que estábamos los dos solos en meses. La tripulación se relajaba  a bordo del velero o nadaba hacia la estrecha franja de arena que unía la isla con un istmo natural que se coronaba por una capilla ortodoxa, blanca y griega. Habíamos llegado a la playa en el bote auxiliar y sólo al dejarlo varado en la arena, sin el ruido del motor, nos abrimos a los sentidos y empezamos a percibir. Se respiraba quietud, olía a tierra seca y a sal. Todo parecía abandonado al tiempo, sólo un pequeño velero de madera que flotaba amarrado a escasos metros de la orilla rompía la superficie del agua que cristalina y fría apenas se movía. Nos tumbamos a la sombra de un arbusto, sobre la arena fina que se acumulaba a su alrededor y caímos en una especie de sueño ligero que permitía seguir oliendo y escuchando el silencio. Una especie de trino nos sacó del trance, era agudo, repetido y continuo. Esbozaba lo que parecía una melodía simple. Rastreando su procedencia me metí en el agua. A medida que nadaba hacia el pequeño velero la melodía se percibía más clara. Sonaba un buzuki. En la reducida bañera del barco un hombre en camisa de asillas entrado en años, de pelo blanco y piel arrugada, practicaba el sirtakis de Zorbas. A su lado un señora leía concentrada y sobre la mesa un cuenco con aceitunas. El entorno podía pertenecer a cualquier isla del mundo. Habrá miles iguales, pero las facciones de la pareja y aquella música desprendían una esencia griega tan intensa que sólo entonces interiorizamos el lugar al que habíamos llegado. 


Istmo en Kolona. Isla de Kythnos

Hacía tres días callejeábamos por Singapur y apenas un día y medio antes zarpábamos de una gran marina emplazada al este del puerto del Pireo a bordo del “Lena”, un velero de doce años y cuarenta y cuatro pies de eslora. Era generoso de manga para dar cabida a los ocho tripulantes que dábamos vida al bote. Sebas y Jasmin procedentes de Barcelona, Daida de Estocolmo,  María y Davito "el filipino" de Tenerife, Amelia de Lanzarote y nosotros que aún olíamos a curry de Asia. El plan era navegar por las islas Cyclades durante dos semanas, fondeando en calas o atracando en los rudimentarios puertos de las islas. Primero Kea, Kythnos, Serifos, Siros y Rinia para llegar a Mykonos al final de la primera semana de navegación. Ahí renovamos tripulación, unos se marchaban llorosos, quemados por el sol, ensalitrados y con ganas de más y otros se incorporaban blanquitos, frescos. Carmen y Juanma de Madrid y Pedro y Cande de Tenerife. Zarparíamos rumbo a la isla de Delos tan pronto llegaran todos. Luego Antiparos, Despotiko, Sifnos y remontar por la costa este de Kythnos hasta alcanzar su vértice más a  septentrión. Una vez ahí, enfilar el cabo Sounion y, a su paso, rendirle respetos a Poseidón en su templo. Tras unas diez millas náuticas de navegación adicionales atracaríamos de nuevo en Atenas.


La Ruta por las Cyclades

Es fácil dejarse llevar por el fluir tranquilo que se respira en las Cyclades. Son islas pequeñas, áridas, casi desérticas en zonas, de identidad pesquera y poco pobladas. Los pueblos que las adornan son estrictamente blancos, con puertas y ventanas azules. Tienen el encanto de lo auténtico. Son rústicos y limpios. La taberna griega sienta bien al ser humano. Su ambiente, sus olivas, el taramosalata con cerveza fría, el tzaziki con pan y luego los platos: musaka, pescado, gyros o kleftiko. Un paseo ligero más tarde por el puerto, y bajo la sombra de un viejo tarajal, sentarse y disfrutar de un buen ouzo o un gin.


¿Quien se responsabiliza de éstos?

La mayoría de las veces dormíamos fondeados en  calas donde apenas se veía dos o tres tabernas desde a bordo. Las operaciones de embarco y desembarco de noche para ir o regresar de la cena eran sin duda la guinda del los días. La risa de los ocho por efecto de los espirituosos, la excitación del “mañana navegaré” y una alegría infantil que se contagiaba al apretujarnos unos a otros con miedo a caer al agua desde la pequeña Dinghi que utilizábamos para las “operaciones a tierra”.


Amelia, capitana de Dinghi

Nuestro velero. "Lena"

Al despertar, el primer contacto del mar. La zambullida matutina en el agua fresca y cristalina que diluye los excesos de la noche anterior y te dispone a más mar, más viento y más risas. 





Nuestro barco fondeado en el estrecho entro Delos y Rinia

El islote de Delos merece una mención especial. Es muy cercano a Mykonos, de cinco kilómetros de largo y escasamente uno de ancho. Fue el principal santuario dedicado a Apolo, donde dice la mitología que nació. En la isla todo giraba en torno su santuario, que era la sede de los Jonios. Por ella pelearon los habitantes de las vecinas islas rivales de Naxos y Paros, así como los atenienses, siendo estos últimos los que se hicieron con el control de la isla en el siglo V A.C. Actualmente está deshabitada y sólo quedan vestigios de lo que se coció en ella. Con nuestro velero fondeado en una tranquila cala en la solitaria isla vecina de Rinia, no dependíamos de los horarios de los ferrys que, a pulsos, plagaban de visitantes las ruinas de Delos. Por ello pudimos conocerla paseando al atardecer, con la complicidad de sabernos solos con toda la historia que transcurrió por sus calles y plazas. Uno se abandona a la imaginación y mientras charla al fresco con Hermes en el patio interior de su casa, afuera una pareja con blancas túnicas camina con paso airado hacia la fuente con escalinatas que hay bajo el santuario de las divinidades sirias. Niños corretean bajo el pórtico de Antígona y mientras, un viejo los observa sentado  bajo una higuera deshojada pero cuajada de frutos.  


Yurena en el patio de la casa de Hermes

Mykonos desde Delos

¿Dórico, jónico o corintio?

Zarpamos de Delos embelesados y tomamos rumbo sur hacia Ormos Despotiko dejando a babor el monte Parpessa de la Isla de Paros, de donde salió la mayoría del mármol que se empleó en Delos.  Al llegar nos encontramos con la más hermosa bahía de todas las que vimos. Situada en un pequeño estrecho entre las islas de Antíparos y Despotiko sólo es accesible desde el sur, ya que un islote y sus bajíos de arena blanca protegen el estrecho del Meltemi que sopla del norte. El agua en la bahía no podía estar más tranquila y transparente. El fondo era arenoso y estaba libre de algas por lo que nos fue muy fácil anclar. Una única taberna nos obligó a bajar a cenar a tierra. Ahí, trazamos el plan de retorno a Atenas aprovechando que el viento arreciaba al día siguiente. Navegamos ciñendo con mayor y génova bien cazados, amurando a estribor y con una escora ligera. Arribamos al mediodía a Loutra, en la costa este de la isla de Kythnos, donde pudimos amarrar de popa a un malecón y anclados por proa, preparados para el Meltemi que arreciaría a la noche. Nos despedimos de las Cyclades en un encantador pueblo pesquero donde  cenamos a bordo con Nick, un navegante escocés de 70 años que recorría el Egeo en solitario en su pequeño velero y que habíamos conocido en  Mykonos. Son muchos los que optan por ese tipo de vida, mar, sencillez y una casa que, a la vez de tener las mejores vistas, se deja transportar por el viento a bellos sitios remotos y solitarios. 

Nosotros, por si acaso, ya hemos empezado a practicar…. 

Τα λέμε αργότερα

Tertulia en Kolona

El filipino vigila el velero





María capitana

"Colgadas" por Davito



Los pensadores

La estrecha convivencia es lo que tiene....

Capilla en Rinia



Afroditas





Mykonos sunset

El equipo "B" en Despotiko

El olor de la sombra

Freedom!

"Al capitán no se le contradice"






Sueca al viento

¿Lanzarote o Grecia?

Fondeados en Ormos Despotiko
  


Athenas

Artemisa y Plutonio

Cata de Ouzos y brandy en el barrio de Plaka, bajo el Acrópolis

Adiós...y pal barco!